Desde la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, la prohibición absoluta de la tortura se ha reconocido como una norma de ius cogens. Este concepto implica que, incluso si un Estado no es parte de los tratados que prohíben la tortura y otras formas de maltrato, debe abstenerse de recurrir a estas prácticas y no tolerar que se apliquen en su territorio. No hay excepciones, ya sea en tiempos de paz o guerra, en situaciones de emergencia o en casos de terrorismo. Además, ninguna persona puede ser enviada a un lugar donde corra el riesgo de sufrir tortura.
Esta prohibición es detallada en la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes del año 1987, siendo uno de los tratados internacionales de derechos humanos con mayor número de ratificaciones. Los Estados parte deben cumplir con esta obligación mediante la implementación de sistemas de visitas periódicas a los lugares de detención, dando origen a los Mecanismos Nacionales de Prevención de la Tortura (MNP).
Aunque la prohibición internacional ha reducido los casos de tortura y malos tratos en varios países, estas prácticas continúan en todo el mundo, a veces de manera sistemática y frecuentemente con impunidad. Los gobiernos justifican la tortura en nombre de la seguridad nacional, la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico o la resolución de delitos, promoviendo la tortura como un medio “eficaz” para obtener información, como vía rápida, e incluso como un mal menor.
Un medio fundamental para proteger a las personas contra la tortura es la documentación eficaz de estas prácticas. La recopilación de pruebas permite responsabilizar a los perpetradores y buscar justicia. Además, la documentación es útil en investigaciones de derechos humanos, evaluaciones para la protección internacional, defensa legal de personas que han confesado delitos bajo tortura y evaluación de las necesidades de atención de las víctimas.